Odisea

         Apenas el sol se puso y sobrevino la oscuridad, Circe me cogió de la  mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros  y,  acomodándose   cerca de mí, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por  su orden. Entonces me dijo estas palabras:
         -Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde: llegarás primero a las sirenas,  que  encantan  a  cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas  y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos rodeándole,  llenos de júbilo, cuando torna a su hogar; las sirenas le hechizan con el sonoro canto, sentadas en una pradera en el  centro  de  un  enorme   montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se  va  consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanca, mas si tú deseas oírlas, haz que te aten los pies  y  manos  a  la  parte    inferior del mástil, y que las sogas  se  liguen  a  él:  así  podrás  deleitarte escuchando a las sirenas. Y en caso  de  que  supliques  o mandes a los compañeros que te suelten, atente con más lazos todavía.
            Así dijo; y al punto apareció la Aurora, de áureo trono. La divina  entre las diosas se internó en la isla, y yo, encaminándome al bajel, ordené a mis compañeros que subieran a la nave y desataran las amarras.  Embarcáronse acto seguido y, sentándose por orden  en  los  bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Por detrás de la nave  de azulada proa soplaba próspero viento que henchía  la  vela;  buen  compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz.    
         Colocados los aparejos cada uno en su sitio, nos sentamos en la nave, que era conducida por el viento y el piloto. Entonces alcé la voz a mis  compañeros, con el corazón triste, y les hablé de este modo:
         -¡Oh amigos! No conviene que  sean  únicamente  uno  o  dos  quienes  conozcan los vaticinios que me reveló Circe, la divina entre las diosas; y os los voy a contar para que, sabedores de ellos,  o  muramos  o  nos  salvemos, librándonos de la Parca. Nos ordena lo primero rehuir la voz   de las divinales sirenas y el florido prado en que éstas habitan. Sólo   yo debo oírlas; pero atadme con fuertes lazos, en pie y arrimado  a  la  parte inferior del mástil para que me esté allí sin moverme.  Y  en  el  caso de que os ruegue o mande que me soltéis,  atadme  con  más  lazos   todavía.
         Mientras hablaba, la nave llegó muy presto a la isla de las sirenas,  pues la empujaba un viento favorable. Desde aquel instante  echose  el   viento y reinó sosegada calma, pues algún numen  adormeció  las  olas.   Levantáronse mis compañeros, amainaron las velas y pusiérolas  en  la  nave; y, habiéndose sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el   agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante    un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me  puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera,  porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Sol, y  fui tapando con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos   en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del  mástil; ligaron las sogas al mismo; y, sentándose  en  los  bancos,  tornaron a batir con los remos el espumoso mar. Hicimos andar la nave  muy rápidamente, y, al hallarnos tan cerca  de  la  orilla  que  allá    pudieran llegar nuestras voces, no les pasó inadvertido a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto.  
         -¡Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén  la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se  van  todos, después de recrearse con ella, sabiendo más  que  antes,  pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya griegos y troyanos   por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuánto ocurre en la fértil tierra.
         Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con  ganas  de   oírlas, y moví las cejas, mandando a los compañeros que me desatasen;    pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más    reciamente. Cuando dejamos atrás las sirenas y ni su voz ni su canto se  oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la  cera  con  que  había  yo  tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras.
                            HOMERO. 

********************************************************************

No hay comentarios:

Publicar un comentario